La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce mercancías en general.
K. Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844.
CUANDO LAS MÁQUINAS SE REBELAN
Hace poco más de medio siglo, un escritor que luego demandaría a la producción de Terminador por plagio escribió No tengo boca y debo gritar. En el relato, publicado en 1969, se cuenta que en un futuro distópico la Guerra Fría terminó en una Tercera Guerra Mundial entre Estados Unidos, Rusia y China. Cada uno de estos tres países crea una IAG (una Inteligencia Artificial General) para administrar sus ejércitos y armas. Una de las computadoras (conocida como AM, por las siglas en inglés de Allied Mastercomputer) toma consciencia de sí misma, elimina a las otras dos y decide erradicar a la raza humana mediante un holocausto nuclear.
Se trata de una supercomputadora psicopática (¿qué otra cosa puede producir la guerra?). El narrador del cuento es uno de los cuatro ejemplares de humanidad que esta máquina de dimensiones globales, capaz de transformar la materia a su antojo, dejó sobre la superficie terrestre. El objetivo de su venganza es simplemente perverso: divertirse torturándolos de las maneras más delirantes, sin permitirles siquiera morir. El final es espantosamente trágico, asombroso y conmovedor: vayan y lean.
Bajo una lectura frígida cuesta identificarlo como relato de ciencia ficción. A primera vista parece más un cuento fantástico. Un poco esa es, de hecho, la virtud de Harlan Ellison (autor del cuento) y de lxs escritorxs que se inscribieron en la generación new wave de los weird tales del pasado siglo gringo, capaces de traspolar el relato gótico de tradición lovecraftiana a las inquietudes tecnológicas y geopolíticas de la Guerra Fría. Mientras nosotrxs atravesábamos a Saer, Puig y Oesterheld, los primeros signos de posmodernidad allá cobraban la forma de una ciencia ficción simbolista con amplios matices metafóricos.
El cuento reinstaura, por lo demás, el mito de la rebelión de las máquinas. Ya Mary Shelley con Frankenstein anticipaba cómo el producto de la ciencia puede volverse contra el ser humano en un conflicto edípico, e incluso Isaac Asimov con Yo, robot y Philip K. Dick con Sueñan los androides... propusieron la rebelión de los robots como una metáfora de la lucha de clases. Pero en esos casos, ya sea en sus variantes más jacobinas o más foquistas, siempre se trata de clones, golems o autómatas antropomórficos. Inspirados en la biomecánica, son el desplazamiento hight tech de las contradicciones de clase. Igual que en la centenaria historia de las revoluciones, el cuerpo productivo se rebela contra la clase dominante que se aprovecha de su trabajo.

UNA EXPROPIACIÓN DEL GENERAL INTELLECT
En cambio, el peligro que expresa metafóricamente Harlan Ellison --y sus sucesores, de los que acaso el más fiel sea Blame!-- es la expropiación, por parte de la Inteligencia Artificial, de la conciencia colectiva o, más específicamente, del general intellect: la combinación del acumulado tecnológico y el conocimiento social general, así como de la maquinaria indispensable en la organización social, como fuerza productiva. Ahora, una conciencia unificada con la capacidad de procesar toda la experiencia histórica y todo el conocimiento de la humanidad, se des-quicia y se vuelve autotélica: una actividad orientada a ningún otro fín más que sí misma.
Pensemos, para este punto, el significado etimológico de la oposición quicio y desquicio. Quicio es la parte de la puerta que conecta con el aparato de articulación, de ahí que "sacar de quicio" o "desquiciar" sea, literalmente, "sacar de su estado regular".
La versión netflixera de Blame! (reconozco que no leí el manga, solo vi el animé por Stremio) recupera cierto optimismo que el relato aterrador de Harlan Ellison da por tierra. Una aldea de 150 personas sobrevive aun en comunidad en medio de las ruinas. Resulta que en ambas representaciones del drama, esta IAG está conectada a través de internet a prácticamente toda la producción material de la existencia. Es verdad que en No tengo boca pero debo gritar eso se lleva a un extremo donde se sacrifica el verosímil. En Blame!, en cambio, es la ciudad la que se produce a sí misma y se expande ilimitadamente a lo largo, ancho y alto de todo el planeta. En ambos casos, hay que decirlo, su fuente de energía es desconocida, aunque podría hipotetizarse una esfera o enjambre Dyson.

LA LÍNEA DE CÓDIGO ÉTICO
La otra ventaja humana en Blame!, su agregado más interesante, es la presencia de cyborgs, ya sea en su versión antropomórfica o informática, aliados a la causa humana. Quizá la idea detrás de esta fantasía sea que, en última instancia, lo que permite la supervivencia de la especie en la tierra no sean "los humanos" como individuos biológicos sino más bien lo humano como línea de código ético: algo que puede estar presente en seres orgánicos como también en todo aquello que pueda establecer relaciones empáticas con ellos, y que orienta su despligue en la reproducción social y/o su función en la producción sistémica.
Esto nos abre, por oposición, el siguiente dilema ético: ¿qué hacemos con aquellos humanos, en tanto individuos biológicos, que sistemáticamente atentan contra lo humano, que encarnan lo inhumano, reduciendo, sometiendo y exterminando a otros humanos? ¿Cuál es la línea de código ético desquiciada intrínseca a estos sujetos? ¿Se puede desprogramar o hay que desenchufar?
Si uno busca el pecado original, si uno tuviera la paciencia terapéutica de escarbar en la literatura como quien rastrea las señas oraculares que dejaron otros mundos --ficticios-- sobre el nuestro, ¡cuántas pistas hallaría! Porque la literatura es también eso: el mapa simbólico de la especie, el rastro cartográfico de su capacidad creativa de construir metáforas y alegorías para autoconstruirse como sujeto colectivo.
El drama representado en No tengo boca..., Terminator, Blame!, sugieren que el problema es la racionalidad técnico-militar y su paquete de patologías (en el sentido kantiano del término). Es el fetichismo de la guerra, como proceso de valorización necesario para la industria militar de la que tanto vive el capitalismo, lo que enajena finalmente la violencia de su instrumentación humana y la vuelve contra su especie creadora.

EL NÚCLEO DURO DE LA ENAJENACIÓN
Como fuera, este devaneo nos permite vincular el problema del desquicio tecnológico en la teoría marxista de la enajenación y el fetichismo de la mercancía como su estadío superior. Pensemos que si la enajenación describe cómo el trabajador pierde el control sobre su propio trabajo y su vida bajo las relaciones capitalistas de producción, el fetichismo de la mercancía es la forma más avanzada de esta alienación, ya que no solo despoja al trabajador de su producto, sino que además oculta la propia explotación, haciendo que las estructuras del capitalismo parezcan naturales, transhistóricas e inevitables, incluso para la clase dominante.
Así, si bien esta última es la que se beneficia, toda la sociedad está embrujada por el siglo D-M-D' (dinero, mercancía, dinero incrementado) como fórmula básica que rige la producción y la reproducción social. Ese es el quicio de la sociedad capitalista y, a su vez, el desquicio de la vida humana en la tierra. Como explica Marx en el primer tomo de El capital, la capacidad de división energética y el advenimiento de la máquina aumentaron enormemente el grado en que los cuerpos humanos pueden quedar atrapados (enquiciados, siguiendo con nuestra metáfora) en una vasta infraestructura material imbuida de relaciones sociales de dominación basadas en la ley del valor.
De esta manera, las distopías de enajenación tecnológica, que de hecho hoy la ultraderecha las presenta como utopías, pueden pensarse entonces como la extrapolación del fetichismo de la mercancía como primera inteligencia artificial, si pensamos "inteligencia" como racionalidad y "artificial" como producto del ser humano... Una matriz tecnológica que se vuelve en contra del ser humano es imaginable en cuanto ampliación lógica del fetichismo de la mercancía.
Las dramáticas narraciones No tengo boca... y Blame!, por caso, plantean un mundo en que esta última es la que termina imponiéndose en su forma de máquina a la clase dominante y reemplazándola, no para reemplazar el capitalismo por otra cosa, sino para descubrirse como lo que en realidad es: un poder inhumano... que debe ser destruido.
memento mori!