Es todo cierto. El hombre de la bolsa es real. Y lo encontraste.
La casa de los 1.000 cuerpos, dir. Rob Zombie (2003)
Empecemos con una historia. A esta altura, es una historia familiar, conocida por su línea inicial resonante, que ha retumbado en todo el mundo durante más de ciento setenta años: “Un espectro recorre Europa”. Versiones anteriores de la línea de apertura del Manifiesto Comunista de Marx y Engels podrían haberla traducido como “fantasma”, o incluso como “duende”.
Estamos siendo acechados por algo…
El capitalismo es una historia de terror. Esa es la idea central de todo lo que sigue: que detrás de la aparente racionalidad y el orden del mundo hay una masa de violencia, y una pesadilla de fantasmas y apariciones que todavía ronda en los márgenes de nuestra conciencia cultural colectiva.
Tradicionalmente, claro, se piensa el capitalismo como un sistema puramente económico — basado en el trabajo asalariado, la propiedad privada, y la producción e intercambio motivados por la ganancia. Sus defensores se burlan de cualquier intento de pensar el capitalismo por fuera de esos términos. Pero esa mirada no alcanza para explicar cómo las estructuras del sistema y su ideología nos atraviesan en formas que no son puramente económicas: moldean lo social y hasta se nos meten en la cabeza, en la piel, en los sueños.
Lo que hace falta es empezar a pensar el capitalismo menos como un simple sistema de intercambio económico, y más como una forma de ver el mundo que lo abarca todo. Nancy Fraser, en Capitalismo caníbal, ofrece una definición ampliada que vale la pena citar entera:
“El capitalismo es un orden social que le da poder a una economía guiada por el lucro para que se aproveche de los soportes extraeconómicos que necesita para funcionar: riqueza expropiada de la naturaleza y de pueblos sometidos; múltiples formas de trabajo de cuidado, crónicamente desvalorizadas cuando no directamente ignoradas; bienes y poderes públicos, que el capital al mismo tiempo necesita y busca recortar; la energía y la creatividad de la clase trabajadora. Aunque no figuren en los balances de las corporaciones, estas formas de riqueza son condiciones esenciales para que existan las ganancias que sí aparecen.”
El capitalismo no afecta solo a cómo se intercambian las cosas, sino también a lo más intangible: la imaginación, la cultura. Y además, produce efectos bien concretos. Si bien las historias de fantasmas y los monstruos folclóricos son anteriores al capitalismo industrial que tanto preocupaba a Marx, lo que distingue a los horrores y apariciones modernas es la idea central e inevitable de la alienación.
El capitalismo nos aliena no solo de nuestro trabajo, sino también entre nosotros y de la historia misma. Como resultado, la historia se vuelve extraña, desorientadora, y las leyendas y relatos populares reaparecen en formas raras, deformadas. El propio capitalismo —que parece tan estable, tan natural— se revela como algo profundamente frágil y espeluznante.
En el fondo, todes sabemos esto, aunque sea un poco. A esta altura, el lado oscuro del capitalismo es difícil de ignorar: los monstruos ocupan un lugar central en la imaginación cultural contemporánea. Incluso la política actual está llena de transformaciones inquietantes, de espectros que no terminan de irse: la lógica amigo/enemigo de la política schmittiana permite que los reaccionarios deshumanicen a sus adversarios tratándolos de monstruos. Más allá de lo ideológico, el capitalismo ve a las empresas en crisis como zombis — cadáveres tambaleantes que solo sirven para ser desguazados.
Y esto no es nuevo. Marx, el más grande crítico del capitalismo, ya había visto su costado espectral y siniestro: un sistema capaz de tomar lo cotidiano y, por medio de una alquimia siniestra, transformarlo en mercancía. Un ejemplo famoso aparece al principio del primer tomo de El Capital. Pensemos en la madera: algo natural, común, con usos inmediatos — desde prender fuego para calentarte hasta construirte una mesa. Pero...
“Apenas se presenta como mercancía, se transforma en algo trascendente. No solo se mantiene de pie, sino que, en relación con todas las demás mercancías, se para de cabeza y, desde su cerebro de madera, genera ideas grotescas, mucho más asombrosas que cualquier truco de mesas giratorias.”
Atrapado en la lógica del capitalismo, el valor de uso del mundo natural se transforma en la posibilidad ocultista de la mercancía. Cuando hablamos de los horrores del capitalismo, estas descripciones se vuelven ejemplos gráficos de body horror. El capitalismo, en palabras de Marx, está empapado en sangre: un monstruo que sale de la tumba chorreando las vísceras de quienes fueron triturades en los engranajes de las máquinas.
Y hay que decirlo con todas las letras: esto no es solo una metáfora. La obra de Marx —y la de muches marxistas posteriores— está llena de monstruos. Les comunistas escribieron más de una vez sobre vampiros, sangre, muerte y terror. En estos textos, el capitalismo es una historia de terror. Podés no estar de acuerdo, pero alcanza con mirar un noticiero, o simplemente asomarte a la ventana, para ver que no faltan horrores en nuestro presente. Sin embargo, hay quienes ven mal que se lo nombre así, o que se recurra al lenguaje del terror o del gótico para describirlo. Para algunxs, eso sería “rebajar” la crítica sobria y filosófica de la economía política que hace Marx, manchándola con un estilo literario florido, hasta medio morboso.
Según esta línea crítica, las metáforas góticas de Marx serían un simple adorno estético, una manía estilística que se interpone en el camino del socialismo científico que estaría escondido bajo toda esa “afectación” literaria. Pero esta escritura no debería entenderse solamente como una serie de decisiones estéticas —aunque, sí, son herramientas potentes y efectivas. Más bien, quiero proponer otras formas de leer este tipo de lenguaje. No se trata simplemente de una cuestión de estilo que podemos dejar de lado para llegar al “contenido verdadero” de la filosofía y la política marxistas. Al contrario: este lenguaje no solo ofrece una forma particular de describir la pesadilla que es el capitalismo contemporáneo, sino que también contiene una teoría de la historia, que cambia cómo pensamos el pasado y nos abre una puerta hacia una teoría utópica del futuro.
Para empezar, la retórica gótica y de terror en el marxismo funciona como una descripción psicológica y fenomenológica de lo que se siente, en carne propia, vivir bajo el capitalismo. Un materialismo árido que ve al gótico como un residuo del pasado —una expresión de superstición o irracionalidad—, cuenta apenas una parte de la historia. Como se ve en muchos textos marxistas, desde La situación de la clase obrera en Inglaterra de Engels hasta muchos pasajes del propio Marx, el relato del capitalismo es, ante todo, algo que se vive y se sufre. Como señala Mark Steven en Splatter Capital, el trabajo de Marx insiste una y otra vez en que los procesos del capitalismo funcionan como un tipo de terror corporal: licuan la carne y la sangre de la clase trabajadora para convertirla en fuerza de trabajo mercantilizada.

Los estudios sobre el gótico y el terror vienen argumentando hace tiempo que el género funciona como un reflejo de las ansiedades culturales de un momento determinado. Cuando esta perspectiva cultural se cruza con una crítica marxista que entiende el horror como un elemento fenomenológico de la vida bajo el capitalismo, se vuelve posible pensar el terror y lo gótico no solo como entretenimiento descartable, sino como un registro de nuestro inconsciente colectivo. Si queremos entender cómo se siente el horror monstruoso de nuestra época —no solo en términos individuales, sino también sociales y políticos—, es clave comprender tanto el poder afectivo como el poder político del lenguaje gótico en el marxismo.
Esta forma de pensar no surge de la nada. Ya mencioné el trabajo de Mark Steven, y también está el libro fundamental de David McNally, Monstruos del mercado, una obra de historiografía política que sigue el rastro de las metáforas góticas del marxismo desde las luchas del siglo XIX hasta hoy.
Los estudios académicos sobre el terror, aunque a veces caen en lo que el colectivo V21 llama un “presentismo ingenuo”, también conectan el horror y lo gótico con las ansiedades sociales y políticas de cada época. Si esta es una primera forma de leer lo gótico dentro del marxismo, y de leer el terror y lo gótico con el marxismo, hay quienes sienten que esta lectura puede ser demasiado impersonal, que reduce la complejidad psicológica del horror a una correlación histórica algo fría.
Lo que hace falta es una lectura del gótico y el terror que conserve la dimensión psicológica sin perder de vista lo político y lo social, como haría una crítica cultural marxista más directa. Para eso, podemos mirar hacia una segunda línea de lo que podríamos llamar “marxismo oscuro”, que emerge de tradiciones como el arte expresionista europeo, el surrealismo francés y el giro romántico en la filosofía alemana de fines del siglo XIX y principios del XX. Este es el marxismo de Walter Benjamin, y del llamado “papa del surrealismo”, André Breton.
Para Benjamin, Breton y les surrealistas, el marxismo y la política revolucionaria se cruzaban con su interés por el mundo onírico, lo irracional y las potencialidades políticas del inconsciente. El gran crítico marxista Walter Benjamin veía en los fragmentos y restos culturales un profundo sentido político: la revolución capitalista había intentado borrar el pasado —literalmente, demoliéndolo— pero, por más que lo intentara, no podía eliminar la historia por completo.
Benjamin, maestro de la psicogeografía, usaba la figura del Ángel de la Historia para describir su propio método: esa figura que se mueve en los márgenes, entre lo que arrastra la marea, examinando los restos y escombros que deja atrás la gran tormenta del progreso capitalista. En esa revisión del pasado —en su caso, a través del estudio monumental de la Francia del siglo XIX—, Benjamin encontraba algo crucial para entender el presente, algo que el marxismo más vulgar o mecanicista no podía captar. Como escribió en su Passagen-Werk, refiriéndose a las ruinas de las antiguas galerías comerciales de París: “creemos que el encanto que ejercen sobre nosotrxs revela que todavía contienen materiales vitales para nosotrxs —no, claro, para nuestra arquitectura, como si las estructuras de hierro anticiparan nuestro diseño; sino que son vitales para nuestra percepción, si se quiere, para la iluminación de la situación”.
En los restos góticos de la historia del capitalismo podemos leer las ansiedades y temores de un momento cultural determinado. Además, esta forma de leer la historia cultural nos permite entender al gótico como una expresión del inconsciente colectivo, de los miedos que surgen de vivir bajo el capitalismo en un momento histórico particular. Es en este punto donde, a través del marxismo gótico, podemos empezar a construir un gótico marxista: una forma de leer la cultura que no ve las metáforas góticas en Marx, ni en otros objetos culturales, como simples ornamentos estéticos, sino como formas de diagnosticar el costo psíquico del capitalismo en contextos históricos específicos. Como diría el propio Benjamin, el gótico ilumina la situación de un modo que otros marcos de pensamiento no logran.
Tanto Breton como Benjamin —cada cual con su estilo— intentaron profundizar y afinar el análisis marxista incorporando ideas del psicoanálisis, tomadas de Freud. Su interés por el sueño, el inconsciente y lo irracional guiaba sus esfuerzos por cerrar una brecha en la teoría marxista, que no lograba explicar del todo cómo las fuerzas económicas se articulan con superestructuras más intangibles, como el arte. Para Benjamin, esa interacción se da a través de una mediación —o más bien, una serie de meditaciones— que unx buen críticx puede descifrar y hacer consciente al público.
Benjamin criticaba al marxismo de su época por ser a veces fanfarrón, otras veces excesivamente escolástico, y en cambio pedía un marxismo que estuviera atento a cómo el pasado impacta en el presente. En lugar de obsesionarse con formular una teoría total de la relación base/superestructura, tal vez convenga más enfocarse en la idea de mediación.
El trabajo de Benjamin pone mucho énfasis en el rol de la crítica: esa figura capaz de despertar al mundo del sueño de sí mismo. Pero la idea de que la mediación es esencial para la conciencia ya estaba muy presente. El gran Ernst Fischer, en su libro fundamental La necesidad del arte, retoma la antropología marxista de Engels para sostener que el arte es casi tan antiguo como la humanidad, y que, al hacer, al crear, mediamos la relación entre el yo y el mundo. La creatividad, decía Fischer, es una forma de magia, que construye un registro simbólico que —con el tiempo— se transforma en arte, es decir, se mercantiliza.
Esta noción histórica de mediación es la base desde la cual se puede construir la idea de un inconsciente cultural (y fue también el razonamiento que empleó alguien como Breton, tanto en su arte como en su literatura). Esta tradición de pensamiento, entonces, refuerza la crítica historicista del gótico que vimos antes: una en la que las fuerzas históricas del capitalismo se entrelazan con la experiencia psicológica de tener que vivirlo desde adentro.
Entonces, la próxima pregunta podría ser: ¿qué aporta el marxismo gótico al pensamiento y la práctica política que sea realmente distintivo? En primer lugar, ofrece una atención al pasado que no reduce los procesos históricos a una totalidad estática, sino que acepta su contingencia, su fluidez y su inestabilidad. Lukács fue célebremente escéptico frente al arte moderno o experimental justamente porque carecía de una idea de totalidad histórica, prefiriendo en cambio el arte mimético y realista (especialmente la novela). En oposición a esto, Bloch, Benjamin y lxs surrealistas franceses favorecían lo visual, lo particular, lo fragmentario —formas que reflejaban la naturaleza fragmentaria y contingente de la modernidad misma.
En segundo lugar, el marxismo gótico ofrece la posibilidad de entender la historia como algo que puede cambiar, incluso romperse violentamente. Esto requiere necesariamente una relación dialéctica con la historia y sus procesos. Como Gramsci, Benjamin era profundamente pesimista con respecto a la historia, pero también mantenía un optimismo revolucionario de la voluntad. De nuevo, no es sorprendente si se considera el contexto histórico: con el ascenso del fascismo, cualquier esperanza tenía que pensarse en términos generacionales, ya que el Reich se proyectaba a sí mismo como un régimen de mil años.
Pensemos en el apocalipticismo gótico y horriblemente profético de Brecht, que anticipaba una era nuclear que aún no había llegado:
“Están planeando con treinta mil años de antelación… Quieren destruirlo todo. Cada célula viva se contrae bajo sus golpes… Mutilan al bebé en el vientre de su madre.”
Al mismo tiempo, Benjamin escribía sus célebres tesis sobre la historia:
“Solo aquel historiador que esté convencido de que ni siquiera lxs muertxs estarán a salvo del enemigo si este vence, tendrá el don de encender las chispas de esperanza en el pasado. Y este enemigo no ha dejado de vencer.”⁹
Como dice Stanley Mitchell:
“Las batallas del pasado deben ser luchadas y reluchadas, porque si no lo son, pueden perderse una vez más.”¹⁰
En términos de formas culturales, el gótico, que se enfoca en el retorno de la violencia del pasado en el presente, es una expresión extraordinaria de lo que Benjamin estaba señalando. Así, el horror gótico no es simplemente una forma de expresar los miedos y ansiedades del presente capitalista, canalizados a través del inconsciente social colectivo; también convoca el espectro de una posibilidad —el de un mundo mejor, capaz de confrontar las violencias, los fantasmas y los monstruos de su pasado.
Dicho de forma más formal, el lenguaje del gótico cumple una doble función: expresa la posibilidad dialéctica de revalorizar el pasado, y, con ello, posibilita también la recuperación del futuro.
En resumen, el marxismo gótico es una forma de llevar a la práctica —y una expresión cultural concreta— de la idea benjaminiana de la “imagen dialéctica”, con una carga política directa e inmediata. En las ruinas monumentales del Proyecto de los Pasajes, Benjamin incluye una sección titulada “Teoría del conocimiento, teoría del progreso”, en la que desarrolla esta noción (elaborada en conversación con Adorno). Citarla extensamente ayuda a resaltar su argumento:
“No es que el pasado arroje su luz sobre el presente ni el presente su luz sobre el pasado, sino que la imagen es ese instante en que lo que ha sido se junta en un relámpago con el ahora, formando una constelación. En otras palabras, la imagen es la dialéctica detenida. Porque si la relación del presente con el pasado es puramente temporal y continua, la relación de lo-que-ha-sido con el ahora es dialéctica: no es un progreso, sino un surgimiento repentino. Solo las imágenes dialécticas son imágenes auténticas (es decir, no arcaicas).”
Lo gótico es la historia fuera de su tiempo, los fantasmas y la violencia del pasado volviéndose visibles nuevamente en el presente. Como escribe Anthony Auerbach, el pensamiento de Benjamin “solicita la imaginación”¹², y lo que resulta crucial es precisamente este interés de Benjamin por el modo en que las imágenes del pasado pueden ser generativas desde lo imaginario para nosotrxs en el presente. Esta comprensión de lo gótico —y del revenant horroroso dentro del capitalismo y la cultura— no es simplemente una estética adoptada (y despolitizar la cuestión de un estilo o una estructura del sentimiento es un error). Más bien, Benjamin señalaba —como también lo han hecho muchxs otrxs marxistas— que el pasado encierra un potencial político no agotado.

¿Qué pasaría si activar ese potencial no fuera tarea exclusiva de la crítica, sino algo que podría ser realizado por todxs? ¿Y si ese potencial pudiera encontrarse incluso en las formas culturales más bajas? Enzo Traverso señala que las revoluciones tienen que ver con este movimiento de recuperación del pasado en toda su incompletitud gótica, con el objetivo de catapultar a una masa revolucionaria hacia el futuro.
Comprender nuestras experiencias contemporáneas como horror no es simplemente encontrar nuevas formas de articular lo que vivimos hoy; es, inevitablemente, reorientar nuestra relación con el pasado, e incluso (re)abrir la pregunta por el futuro. Es un pensamiento impactante: que en los fantasmas, los monstruos y los castillos en ruinas de las películas de terror y las novelas góticas hay un recordatorio de que la historia misma está incompleta —que, pese a todos los intentos del capitalismo por clausurar el presente y el futuro, seguimos viendo en nuestros sueños y pesadillas la posibilidad —tan fascinante como aterradora— de que el mundo pueda ser distinto.
Esta posibilidad persigue al capitalismo —y a quienes vivimos en él. Como dice la célebre línea de William Faulkner:
“El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado.”
Todo lo que hay es la brutal acumulación de un presente que se expande sin cesar. Dadas estas dos maneras de leer lo gótico dentro del marxismo, y lo marxista dentro de lo gótico, lo que se necesita es una teoría de la cultura, la historia y la política revolucionaria capaz de articular las pesadillas del capitalismo no solo como algo monstruoso, sino como un horror que puede terminar.
Aquí es donde el marxismo gótico encuentra su contraparte teórica y filosófica en la obra del marxista heterodoxo y teólogo ateo Ernst Bloch. Para entender y afinar la coherencia teórica del marxismo gótico, es especialmente importante la noción blochiana de lo no-sincrónico. Como decía Bloch: no todxs vivimos en el mismo “ahora”. Por más que se esfuerce, la revolución capitalista nunca está completa —en cierto sentido, esto es una elaboración de otras ideas marxistas sobre el desarrollo desigual y combinado del capitalismo, pero Bloch reconoció que esta condición de no-sincronicidad era tanto sistémica como subjetivamente existencial. Esta es una categoría profundamente gótica, que fractura la historia y rompe su teleología fácil y lineal, obligándonos a confrontar nuestro pasado mientras luchamos por construir el futuro.
Este libro, entonces, trata de delimitar y comprender las formas en que la imaginación de izquierda necesita considerar lo gótico y lo horroroso en la cultura y el capitalismo de manera más amplia. Sin embargo, dada la complejidad del marxismo gótico/gótico marxista, el análisis que se ofrece aquí solo puede esbozar ese comienzo.
Lo que permiten tanto el marxismo gótico como un gótico marxista es, por un lado, una investigación teórica sobre la especificidad y genealogía del marxismo gótico, y por otro, una indagación diagnóstica del paisaje cultural contemporáneo. Como resultado, este libro se mueve entre un análisis teórico de la tradición del marxismo gótico y lecturas de textos que encarnan una especie de gótico marxista.
La mayor parte del trabajo teórico se desarrolla en la primera mitad. El primer capítulo parte de una exploración de la filosofía marxista de Ernst Bloch, y plantea una argumentación en favor del “modo oscuro” del ser rojo —un marxismo gótico no solo adecuado para lo gótico histórico, sino para la continuación de las tradiciones más amplias del anticapitalismo romántico.
Luego, el libro ofrece un contexto histórico más amplio sobre el gótico marxista, abarcando la función social del monstruo a lo largo de la historia. A partir de ahí, se retoma la conferencia/panfleto de Paul Preciado para preguntarse: ¿Puede hablar el monstruo? ¿Y qué significa ser un monstruo bajo el capitalismo patriarcal? (leyendo esta intervención junto con películas como Suspiria y The VVitch).
Después, el libro aborda el goticismo contemporáneo de internet, una forma de espectro tecnológico que reconfigura la subjetividad. Finalmente, en las conclusiones, se ofrecen algunas ideas sobre lo que significaría entender la utopía como monstruosa, y al sujeto utópico como un monstruo.
Muchísimxs de nosotrxs somos convertidxs en monstruos por el capitalismo, pero el monstruo es la señal que no solo nos advierte, sino que además nos indica algo nuevo.
A título personal, escribí este libro desde una convicción profunda: que las películas y novelas de horror que amo no son solo fuentes de dolor o repulsión, sino también de esperanza —una esperanza difícil, contingente, frágil, pero siempre presente, que acecha entre los escombros de nuestra conciencia social y cultural compartida. El horror puede terminar, el mundo puede ser distinto, e incluso el monstruo podría encontrar una nueva forma de existencia. Encuentro esperanza en el horror, y estoy segurx de que no soy la única persona. No se trata de un optimismo fácil o pasivo —de hecho, todo lo contrario: esta esperanza subraya que, a menudo, es algo que se arrastra desde la sangre, el dolor, el terror y los momentos más oscuros de nuestra existencia común.
Como dice el gran Fredric Jameson:
“Sostener que todo es una figura de la esperanza es ofrecer una herramienta analítica para detectar la presencia de cierto contenido utópico incluso dentro del producto cultural más degradado y degradante.”
Incluso aquí —incluso en la oscuridad más siniestra, incluso frente al monstruo más peligroso, incluso empapadxs de sangre— hay posibilidad de utopía. Te invito a buscarla conmigo. Después de todo, como dije desde el comienzo, estamos hechxs por algo que nos persigue —y como señaló El manifiesto comunista, lo que nos persigue es la encarnación histórica de la esperanza: el espectro del comunismo.

Adenda sobre el “Horror”
A lo largo del libro se discutirán diversos textos —muchos de ellos reconocibles como películas de horror, y tal vez algunos que sorprendan al lector al verlos incluidos. Aunque prefiero evitar enredos excesivos con una definición de género demasiado estricta sobre qué entendemos por horror —y no perderme en las arenas movedizas de una lucha taxonómica—, puede ser útil ofrecer una breve aclaración sobre a qué nos referimos exactamente con “horror”.
Lo gótico y el horror están estrechamente relacionados, pero no deben utilizarse como sinónimos. Como señalan Steven Shapiro y Mark Storey, lo gótico es una forma más antigua, de carácter histórico, que se ocupa del retorno del pasado en el presente y de estados psicológicos extremos. No es de extrañar que el candidato más evidente aquí sea el relato de fantasmas.
En cambio, dicen que el horror es mucho más inmediato, más enraizado en el presente. Retoman un aforismo de Fredric Jameson, quien dijo que la historia es lo que duele. Y como lo resumen Shapiro y Storey:
“El horror es el género que, por encima de todos los demás, va más allá del dolor para llegar a la herida abierta. El horror es lo que sangra.”
Este sentido del horror como lo que sangra permite una comprensión más amplia y ambigua del género, reconociendo tanto su conexión histórica con lo gótico como su dimensión política. En cierto modo, el horror trata de la literalización de nuestra condición contemporánea, una metáfora que se vuelve real, lo que lo convierte en un medio particularmente efectivo para explorar las ansiedades políticas del capitalismo.
Más allá de sus marcadores estéticos, hay un elemento afectivo en el horror —como decimos con mi co-anfitrión en Horror Vanguard,
“El horror quiere hacerle cosas a tu cuerpo” —una posición que ha sido teorizada de manera más rigurosa por distintxs pensadorxs del afecto¹⁶. (Y, por supuesto, esto conecta directamente al horror con otras formas que buscan ese mismo impacto corporal: las dos más importantes son la comedia y la erótica).
Reconocemos el horror por lo que nos hace sentir, incluso si sus distintos marcadores genéricos, tropos o estilos puedan variar. Por eso el horror hibridiza tan bien con otros géneros: Alien (1979) y Event Horizon (1997), por ejemplo, son películas de horror en términos de impacto afectivo, aunque usen formas y tropos de la ciencia ficción.
La novelista Susanna Clarke, en una entrevista publicada en The New Yorker, ofrece otra forma interesante de entender el horror. Según ella, el horror se basa en la idea de que hay un secreto en el corazón del mundo, en la creencia de que debajo de la apariencia de normalidad yace una verdad oculta.¹⁷
El punto no es volver a una definición genérica ni encontrar una esencia central, sino enfocarnos en la idea —que Clarke formula en términos teológicos— de lo que el horror puede revelar u ocultar. En cierto modo, es importante reconocer las implicancias teológicas de la revelación: nuestra reacción ante la verdad suele oscilar entre la atracción y la repulsión. Pero si vemos la verdad bajo la apariencia de las cosas, también podemos reconocer que ni la verdad ni la apariencia son inmutables, y que —aunque pueda ser horrenda o repulsiva— el cambio genuino es posible.