En la misma semana sucedieron dos hitos significativos para nuestro presente político. Por un lado, la Corte Suprema de Justicia, una institución que se viene erigiendo a nivel nacional como el equivalente de este siglo a lo que fueran las juntas militares del pasado, proscribió a CFK. Primero como tragedia, después como farsa. Quizá también como retromanía1. Por otro lado, la Generala Bullrich fundó una policía política al interior de la Policía Federal. Hecha la trampa, hecha la ley, tal como dicta la inversión que establece el Estado de excepción.
Sin embargo, sorprende que solo el diario Tiempo, ostensiblemente peronista, haya hablado de un cambio de régimen. Dogmáticas en sus conceptualizaciones, nuestras izquierdas son exageradamente prudentes a la hora de proponer que ya no habitamos la democracia burguesa que fundara la posdictadura en el 83 y desarrollara la pos-revuelta a partir del 2001.
Desde mi punto de vista y partiendo de una perspectiva marxista, sin embargo, esta semana implicó un visible cambio de régimen. Otrora, el cambio de régimen era bien visible: quizá resultaba claro y explícito a las masas cuándo se pasaba de un régimen democrático burgués al fascismo o a una dictadura; cuándo se pasaba del régimen monárquico a uno republicano, etc.
Pensemos entonces que se produce un cambio de régimen cuando se produce una transformación significativa en las reglas, normas, instituciones y prácticas que organizan la relación entre el Estado y la sociedad, y en la forma en que el poder político es ejercido, dentro de un mismo modo de producción. Es decir, sin que se altere la clase social fundamentalmente dominante (la burguesía, en el caso del capitalismo).
Ahora bien, esa transformación significativa no siempre es sincrónica, ni se da de un golpazo, por decirlo así. En nuestro caso, se trata de un proceso, más o menos acelerado, en el que el desguace formal del Estado de derecho sucede al desguace material del mismo, en la medida que los derechos revierten en privilegios. Es decir, estas transformaciones empiezan bien abajo en la pirámide social hasta llegar hasta su superestructura y concluir en el momento en que el régimen democrático-burgués pasa a ser luego un régimen proscriptivo y policial.
En su Homo sacer, Agamben parte de la noción del "estado de excepción" desarrollada por el jurista nazi Carl Schmitt, quien lo definía como la situación en la que el soberano tiene la capacidad de suspender el orden legal para preservar el orden mismo. Es decir, el soberano es aquel que decide sobre la excepción. Sin embargo, Agamben va mucho más allá de Schmitt y argumenta que, en la modernidad, y particularmente bajo el capitalismo avanzado, esta excepción no es un estado transitorio o extraordinario, sino que se ha convertido en la regla, en el paradigma de gobierno fundamental.
De este modo, las medidas de excepción (como leyes antiterroristas, detenciones indefinidas, vigilancia masiva) que antes se justificaban por crisis excepcionales, se han naturalizado e integrado en el funcionamiento ordinario del Estado. Al mantener una zona de indeterminación legal, el Estado puede despolitizar las resistencias, criminalizar la protesta social, o excluir legalmente a sectores de la fuerza de trabajo que no son necesarios para la acumulación de capital.
El filósofo italiano lo piensa tan expansivo que el concepto se pierde en la nada. Sin embargo, hoy cobra mayor relevancia para casos como el argentino, el salvadoreño, el ruso, el israelí, el estadounidense y todas aquellas naciones cuyos Estados han vuelto la crisis de acumulación capitalista una oportunidad para la acumulación política experimental y el disciplinamiento social. Aun así, aunque el Estado de excepción permanente sea la batería política de este proceso de cambio de régimen, al no ser excluyente del nuevo régimen (proscriptivo-policial) nos resultada inadecuado para definirlo.
La puesta en cuestión de "derechos humanos" (¡ese viejo arcaísmo!) fundamentales como la educación, la salud, la jubilación, la libertad de protesta y organización, la libertad de expresión, la libertad de elegir a los representantes, etc. por parte de esta forma-Estado, no puede ser pensada como una manzana podrida en la por lo demás "noble cosecha" de la democracia electoral existente, sino como un proceso de más largo aliento que ni empezó con Milei ni terminará con él, aunque lo tenga como sumo referente local.
Para el caso, recordemos que el fallo contra Cristina, a diferencia de la nueva legislación policial, no fue una resolución de este gobierno sino de otros sectores de poder que se articulan, en tensión, bajo esta forma-Estado: la Justicia y grandes grupos empresariales como los de Clarín y Macri. Salvo una instancia revolucionaria, sus poderes son vitalicios, aun si merman o son absorbidos por otros.
Este diagnóstico no invita a la desesperación o la resignación, sino a una mayor profundidad crítica que nos permita construir nuevas prácticas para el nuevo escenario. Nuestras formas de lucha se han criado y acostumbrado al régimen democrático-burgués y han hecho de las políticas progresistas un objeto de deseo melancólico, hoy hundido en la nostalgia. Por el contrario, hoy debemos pensar qué futuro queremos en términos concretos y cuál va a ser la estrategia de poder específica que nos demos para combatir un régimen que expone cada día más sus relaciones de dominación.
Si esto no sucede, terminaremos sucumbiendo junto al Estado en su retromanía, reproduciendo los patrones fantasmales de nuestras tradiciones de lucha y malviajando con versiones amenizadas del pasado.
memento mori!
- La "retromanía" se refiere a una obsesión o adicción de la cultura contemporánea (música, cine, moda, arte, política, etc.) con su propio pasado. No se trata simplemente de nostalgia o de una sana apreciación del legado, sino de un fenómeno más profundo donde la innovación y la imaginación utópica se ven bloqueadas o incluso eclipsadas por la constante relectura, reinterpretación, remasterización, sampleo, remake, reedición y tributo a lo que ya existe o existió. ↩︎︎