Snowpiercer, la película que Bong Joon-ho filmó en 2013, seis años antes que Parasite, tiene mucho de China Mieville. Paisajes sórdidos, megaproyectos tecnológicos del hipercapitalismo, la claustrofobia de la explotación y la pulsión de muerte o revancha de los sectores últimos de la pirámide social configuran un marxismo gótico común a ambos.

Es posible interpretar el plot de la película como una reversión de la leyenda de Trotsky y su tren blindado. Pero seamos menos rebuscadxs: el calentamiento global ha aniquilado a casi toda la humanidad. Los supervivientes viajan en el tren, desarrollado por un mega empresario "que la vio", que atraviesa un mundo de hielo y nieve.
El paisaje desde la ventana del tren arroja un vacío cósmico: el capitalismo, queriéndose salvarse del desastre ambiental, terminó por acelerarlo, autodestruyéndose y llevándose con él todo rastro de civilización humana en la tierra. ¡Crudo mensaje! Afuera del tren están todos muertos, y cuando los muertos son mayoría, los fantasmas son los vivos. Ese horror vacui sufren los oprimidos cuando logran ver el sol por primera vez, tras estar atrapados desde el fin del mundo en el claustrofóbico furgón de los proletarios.
Porque en este tren superpoderoso, que atraviesa autónomamente un mundo congelado, las clases están divididas por vagones. Cuanto más atrás, mayor el nivel de explotación y más agudas las relaciones de dominación. En el último vagón sobrevive Gilliam, un personaje protético que recuerda poderosamente a Trotsky. Es el "viejo sabio" que guía espiritualmente al nuevo líder, Curtis, en su aventura revolucionaria.
Muchos lo intentaron antes que él. Un tal McGregor, cuatro años atrás, logró atravesar diez vagones. Pero hay un objetivo específico, y en la medida en que no lograron alcanzarlo, todas las revoluciones previas fracasaron: capturar el Core Engine, el Motor Central. La Matriz Productiva o el Cáliz Sagrado del Ferro-Estado.
A lo largo de la película, un coreano, habitante de los vagones medios por sus habilidades informáticas, ayuda a la clase obrera a cruzar a lo largo de los vagones descifrando cada puerta, una vez que lograron llegar hasta su posición tras el kairos insurgente.

Ahora bien, el tren, como decíamos, fue construido por un milmillonario de los que dominaban el capitalismo global. Un equivalente a Jeff Bezos o a Elon Musk. Este mega empresario sabía que la solución que estaban desarrollando los estados más poderosos era un auto-genocidio sin precedentes en la historia de las especies terrestres, por lo que desarrolló un proyecto de escala planetaria capaz de sobrevivirlo. Es un tren cíclico, que da vueltas alrededor del globlo una y otra vez, y que tiene siempre la misma cantidad de habitantes. El control poblacional se ejerce, claro, en el último furgón, ejército industrial de reserva.
A lo largo del recorrido el grupo revolucionario (¡el partido trosco!) se va conociendo a sí mismo, cuáles son sus límites y sus posibilidades; aprovechan el conocimiento que dejaron las viejas revueltas. Cada una de ellas fue dejando en ventaja a la siguiente, en tanto las balas del enemigo son finitas. Sin embargo, la desventaja militar es catastrófica. Hay una escena en la que la cámara nos pone en la primera persona de un milico con equipamiento de visión nocturna, como todos sus compañeros, cortan las luces y masacran a unos guerrilleros enceguecidos, que solo después de unos cuantos muertos logran arrimar antorchas.

Pero también van conociendo el modo de vida de las clases más altas (que se procuran para sí los lujos extintos para el furgón), qué hacen en la escuela con los niños que les secuestran regularmente y de qué está hecha la comida con los que los alimentan. En suma, los datos escabrosos del capitalismo representando en el crudo del Ferro-Estado. Son los siete círculos del infierno que hay que atravesar para llegar hasta el poder. A lo largo de los años, luego de haber sido sometidos al hambre más salvaje ("después de un mes nos empezamos a comer a los débiles", recuerda uno del primer año en el tren), los proletarios han sabido forjar comunidad y una disciplina militante que les permite hacer este viaje.
La ciclicidad del Ferro-Estado Snowpiercer recuerda a Moebius, una película argentina del año 97. Cinta inaugural de la FUC, destinada a publicitar las universidades de gestión privada en el ámbito del cine, Moebius trata de una formación del subterráneo porteño que, en un plot borgeano, da vueltas alrededor del infinito de alguna dimensión paralela.
Sin embargo, si Snowpiercer tiene un giro de clase bien definido, es porque su director es conciente de su condición de obrero en la perversa industrial cultural surcoreana. Por eso también la película está plagada de sigilos, gestos, estímulos del condicionamiento conductual. La crítica es tan radical que desde su propia matriz logra hackear las puertas de la estética, símiles a las que viera Kafka en "Ante la ley". Pero el hacker, que incluso podríamos pensar como un émulo del Estado pirata de Corea del Norte, tiene otra perspectiva estratégica que se devela al final de la trama.
Frente a la fantasía jacobina de tomar la Core Engine y expropiar las fuerzas pruductivas para la dictadura del proletariado, el hacker coreano tiene una suerte de perspectiva autonomista: su idea es fugarse del tren, entregándose al mundo glacializado del exterior. Su apuesta es que las nuevas generaciones (su hija, los niños que por su tamaño son criados para reemplazar engranajes perdidos en un guiño a "Los que se van de Omelas" de Ursula Le Guin) pueden sobrevivirlo y darle una oportunidad a la nueva humanidad.
Bajo esta perspectiva, el final de la película es cerrado. Según la narrativa del villano-empresario que capitanea el tren, las revoluciones pasadas no han sido más que un trato suyo con Gilliam para mantener el equilibrio poblacional del tren. En este sentido, podemos encontrar un paralelismo con una visión estructuralista del propio capitalismo. Esta propone que las guerras y revoluciones de los últimos dos siglos son los momentos en los cuales el capital resuelve sus crisis de sobreproducción arrasando con las fuerzas productivas obsolescentes y reiniciando sus ciclos de acumulación.
Curtis, tras muchos sacrificios, escucha el discurso del villano sin saber si creerle o no, hasta que resuelve confiar en la hipótesis del coreano y descarrillar el tren, cancelando el ciclo social para siempre. La película es bien pochoclera, poco apta para cinéfilos, pero su narrativa participa de un debate que desde hace décadas mantiene la izquierda en relación a la tecnología:
¿debemos tomar la matriz productiva para reorientarla a nuestros intereses o hacer un borrón y cuenta nueva para evitar reproducir los relaciones de poder que encarnan?