Pocas ficciones contemporáneas capturan con tanta potencia las tensiones del colapso civilizatorio como The Last of Us. Su portada es engañosa: parece un western post-apocalíptico más, de esos que reproducen la vieja sentencia hobbesiana —homo hominis lupus, el hombre es el lobo del hombre— en clave de zombis, al estilo The Walking Dead. Sin embargo, la serie logra trascender esa estrecha ideología gringa: en lugar de naturalizar la guerra de todos contra todos como un destino manifiesto, convierte la catástrofe en un escenario fértil para la especulación política.
De esta manera, The Last of Us rompe con el horizonte del "realismo capitalista" —esa convicción ideológica según la cual "sería más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo"— para ensayar distintas formas de vida comunitaria en tensión y en conflicto.
La primera temporada funciona como una novela de aprendizaje, con la típica dinámica padre-hija, guía-aprendiz. A través del dramático éxodo urbano de Joel y Ellie, se narra el abandono forzado de la metrópolis en ruinas, atrapada en una guerra (contra)civilizatoria donde la violencia detona una demolición masiva de la metrópolis, abriendo enormes fisuras en la supervivencia de la vida individual. Joel y Ellie las atraviesan con conflicos éticos traumáticos, generando una trama de personaje muy buena. Joel no logra correrse del gringuísimo cowboy de los siglos XIX-XX; por eso muere tan trágicamente. Ellie enfrenta el mismo desafío.
"Vos también fuiste un refugiado", le dice a María, la referenta de Jackson, Wyoming, a Joel mientra él gestiona la producción de viviendas para todxs en la segunda temporada. "Sí, esto es una comuna, así que somos comunistas", le había dicho antes.

Cada encuentro en el camino —con comunidades paramilitares, sectas religiosas de reproducción canibalista, ciudades comunales amuralladas— funciona como un espejo invertido del orden social pre-colapso, abriendo preguntas sobre qué formas de solidaridad y autoridad pueden sobrevivir a la caída de la infraestructura político-económica capitalista.
La segunda temporada ya se instala en la vida comunal, abriendo el imaginario a una fantasía comunista que reactiva la potencia política de los sobrevivientes. En un mundo donde el Estado ha colapsado y la mercancía ya no organiza la vida social, lo que emerge son pequeñas sociedades donde la cooperación, la defensa mutua, las estructuras democrático-consejistas de tomas de decisiones y el cuidado colectivo se experimentan como alternativas prácticas, favoreciendo el resurgimiento de la polis.
Este desarrollo argumental, por supuesto, no está libre de conflicto, pues drama humano... Lxs guionistas, que estuvieron en huelga durante las históricas jornadas del 2023, no tratan de pintar un paraíso libertario, sino de asumir que toda construcción comunitaria es frágil, siempre plagada de contingencias endógenas y exógenas con la posibilidad de desestabilizarla.
Las fuerzas sociales son muchas en el desierto estadounidense, y hay algunas más fuertes que otras. Si bien esto ya estaba en The Walking Dead, todavía la ideología neoliberal era demasiado fuerte (la serie empezó en 2010) y su famoso "esto ya no es una democracia" llegó demasiado pronto.

Aquí hay una mayor atención a la correlación de (ideas-)fuerzas: los conflictos se resuelven según las relaciones sociales y las condiciones materiales inmediatamente heredadas, pero también según la potencia de las condiciones subjetivas de la voluntad política.
Entre ambas temporadas, el hilo conductor es una road movie intensa, atravesada por un ida y vuelta de venganzas que dan forma al itinerario viajero y afectivo de los personajes, muchas veces motorizados por las pasiones tristes. En la segunda temporada, la relación entre Ellie y Dina es un hermoso desplazamiento lésbico del duelo por la muerte del padre, es decir, del duelo pospatriarcal.
Si bien los últimos tres capítulos parecen guionados por los productores para que la serie continúe al infinito, la reflexión previa al final de temporada es sugerente. Según ella, las relaciones "que hacemos en el camino", entonces, condensan los dilemas éticos y libidinales del viaje:
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¿qué se sacrifica en nombre del amor (de pareja, de familia, etc.)?
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¿en qué medida lo social es capaz de contener la pasiones del deseo?
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¿bajo qué principios pensamos conceptos tan generales como la justicia?
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¿cómo se expresan las formas vinculares en medio de la descomposición generalizada?
Lejos de presentar la violencia como un hecho naturalizado, The Last of Us la interroga constantemente. Cada escena de acción es también una escena política: la elección entre matar o confiar, entre vengar o cuidar, se despliega como un campo de batalla que prefigura relaciones de clase emergentes o las neutraliza.

La serie no ofrece respuestas fáciles ni resoluciones cerradas, porque en última instancia los debates que plantean solo pueden ser resueltos en la materialidad. Opino que hay una conciencia de esto en sus productores directos, aunque no tenga más pruebas que el análisis expuesto. Su potencia radica justamente en exponer el carácter inconcluso, contradictorio, contingente y necesariamente colectivo de cualquier proyecto de reconstrucción social.
Si tuviera que sintetizar, no diría primero que The Last of Us es una serie sobre zombis o de supervivencia. Es, en primer lugar, una obra que imagina futuros posibles desde los escombros del presente, que se anima a pensar —con y contra la desesperanza— que otro mundo no solo es necesario, sino también urgente.